domingo, 26 de abril de 2020

Escríbelo






Aún recuerdo su cara, se llama Macarena. O quizás no se llama Macarena; de hecho da igual porque podría llamarse Noelia, Carlota o Jacinta. Podría llamarse de cualquier manera.

Pelirroja y de tez clara, era natural de Albacete. Creció en un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad, donde las expectativas de crecimiento profesional y personal permanecían aún lastradas por las costumbres más conservadoras, arraigadas en la familia generación tras generación. 


Cuando cumplió los veinte, con un escueto bagaje formativo y una perspectiva laboral incierta, se enamoró de un malnacido que, poco después de haberse casado con ella, empezó a maltratarla. La primera vez que le puso la mano encima, me cuenta, fue como si hubiera tenido que hacer frente al mayor cataclismo jamás desencadenado sobre la faz de la Tierra. Con el paso del tiempo, el infortunio no hizo más que agravarse; reproches, palizas, gritos, celos y ofensas diarias que tanto ella como sus hijos (pues ya tenían tres), tenían que soportar estoicamente con resignación. "¿Qué iba a hacer, si no? En mi casa siempre ha sido así", y se encoge de hombros, como si aquella percepción de la realidad que le había sido inculcada fuera la única realidad posible y no existiera otra alternativa. La habían educado –equivocadamente– para eso, para aceptar que es él quien tiene siempre potestad sobre todo y sobre todos. Que es él quien aprueba y consiente, quien impone su voluntad y, en definitiva, el pilar alrededor del cual todo gira y sin el que nada subsiste. "Me lo repetía cada día delante de los niños mientras le ponía el desayuno, que sin él no era capaz de nada, que sin él yo no era nadie"


Macarena me contó aquel día algo que quedará marcado en mi memoria para siempre. Pero para explicároslo necesito primero que sepáis lo que ocurrió unos años antes.

Una mañana, después de otra paliza e incapaz de soportar aquel calvario un día más, cogió a sus hijos y se fue al pueblo con sus padres, solo hasta que encontrara un trabajo y un techo bajo el que pudieran dormir. Algo humilde, pues los 10 años en casa soportando un continuo maltrato físico y verbal habían mermado su motivación y sus aspiraciones. Yo sé, pues me lo ha contado varias veces, del infierno que tuvo que vivir, atemorizada y apresada todos los días, creyendo otra vez, equivocadamente que no podía valerse por sí misma. "¿Denunciarle? ¿Yo a él? No, eso es algo impensable, ni se me pasa por la cabeza", me contaba siempre.

Tras huir, se buscó la vida como mejor supo hacerlo. Empezó a servir en cafeterías, a limpiar baños, a cuidar ancianos o a fregar suelos. Así día tras día pudo ir haciendo frente al pago del alquiler, las facturas y los gastos de los niños. Tras llegar a casa a horas intempestivas, lavaba, planchaba y cocinaba para sus hijos. En sus ratos libres se sentaba a leer novelas o a hacer crucigramas. Y así creció, con el paso del tiempo, forjando sus ideales, sus principios, su perspectiva del mundo en definitiva. Tras años de mucho esfuerzo, consiguió la estabilidad económica que necesitaba para dormir tranquila por las noches. Aprendió nuevas habilidades, viajó un poco y conoció a todo tipo de personas. Hizo muy buenas amistades entre las que tengo el placer de incluirme– y se conoció a sí misma, descubriendo nuevas libertades y nuevas formas de entender lo que hasta ahora había dado por sentado. Se sentía a gusto en general con su nueva vida. Y claro, seguía leyendo novelas y haciendo crucigramas en sus escasos ratos libres, dándole a sus hijos el cariño que le habían faltado a ella los últimos años. "Ojalá el miedo no me hubiera impedido tomar esta decisión tan liberadora", me contaba a punto de estallar en llanto. 
Aquella joven pelirroja y de tez clara nacida en Albacete, la misma que creyó no ser capaz de nada y que se sentía encarcelada por un miserable, se había despojado por fin de ese horrible lastre; se sentía libre, fuerte, capaz.

Como os decía antes, Maca me explica lo del otro día. Se ve que cuando estaba en la puerta del colegio esperando a sus hijos, en la acera de enfrente un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían a gritos y él le pegaba. Golpes en la cara, uno tras otro mientras ella lloraba e intentaba ocultarse la cara sin éxito. De pronto se vio allí, veinte años atrás, recibiendo esos mismos golpes y sintiendo ese mismo miedo. Como un acto reflejo, me cuenta, corrió hacia ellos; al verla venir, el hombre agarra del brazo a la mujer a la que maltrataba y echa a correr con ella hacia un callejón. Y mientras me lo cuenta, Macarena se queda pensativa y, una vez más, se encoge de hombros. "Solo quería hablar con la mujer, no iba a hacerles nada. Solo quería explicarle algo a ella, luego iba a irme, de verdad", dice. "Agarrarle de la carita a la muchacha y decirle: No tienes por qué soportarlo más, vete. No pasa nada, te lo prometo. Vete y deja todo esto atrás, yo lo hice y sí se puede, ¿vale?. Si de veras quieres hacerlo, vete tú también, que no pasa nada".


Cuando termina, se encoge de hombros otra vez. Se lamenta por no haber podido alcanzarles y decirle eso a aquella mujer: "Vete, no pasa nada, te lo prometo"

Tras una larga pausa mirando a un punto fijo en el suelo, me mira y asiente. Asiente repetidas veces, de hecho. "Igual puedes escribirlo tú, ¿verdad?Quizás algún día ella llegue a leerlo. Escríbelo, a lo mejor lo lee ella o alguna otra, da igual, pero tú escríbelo; lo mismo así sepan lo que quise decir".


Así que aquí me tenéis. Escribiéndolo.


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