Te observo a través de mi copa vacía de tinto.
Abstracto, diluido entre las gotas que revolotean presurosas buscando colisión.
Entonces siento una horrible pena por todas las palabras que viven para decir tan poco
y por todo aquel dolor que sale de dentro
a causa de un daño que viene de fuera.
Y a la velocidad de la oscuridad
tus dedos incesantes hurgan entre mi pelo, con prudencia...
con el mismo afecto con el que acaricias las portadas de los libros que te escribo,
con el mimo de quien ha conocido el perdón.
Lees y hueles a norte, a marea baja.
Nos ponemos tercos (o poetas del desenfreno)
y el cielo del mes de mayo se hace arrebol porque se lo han pintado tus mejillas.
He seguido con el dedo las venas de tu antebrazo, extraviada
pero me han devuelto a casa y ya no sé cómo volver.
Justo ahí, en las coordenadas en las que acaba mi respiración y empieza la tuya
he depositado mis fuerzas en encontrar de nuevo la absolución,
una morada en la que me pueda quedar.
Allá donde se escondan laderas, museos, animales marinos,
allá donde abrazar y estrangular no impliquen lo mismo.
Y eres toda el agua salada que necesita este mundo para sanar.
Eres el lienzo que no le sobró al Guernica,
toda amnistía buscando dueño.
Gestos y gestas, espuma de mar y de ira,
cientos de océanos
para una sola orilla.
Entonces me muerdo los labios
y te bates en retirada
pues afirmas que batirse en duelo es para los cobardes;
me miras
y me cuentas que hay veces que el amor es tan grande que se comprime en un beso para poder emerger.
Cuéntale a los escépticos que he encontrado el lugar en el que me quiero quedar
y que ese lugar ha resultado ser una persona.

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